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El espejismo según Pedro Paulo

El espejismo según Pedro Paulo

 

Por: Ronald Carvajal

 

Ardiente y ensimismada en el olvido, donde asciende el murmullo de su poblada ausencia, la villa de San Juan de Neiva, una de las plazas hispánicas de la trilogía fundacional de la ciudad capital, renace hoy, bajo la optimista perspectiva de uno de sus hijos, que ya no lucha por destruir el poder de la cruz y de la espada, como los fieros Doches, Totoyoes y Pijaos; sólo desea construir una utopía mística y terrenal, más allá de los estantillos, los ranchos bucólicos de adobe, las casas tristes de cemento y la yerma estación del ferrocarril.

 

Un pálido gesto de orfandad se desliza en el amanecer, piel cobriza que renace  en su adusta mirada. Emprendemos el sendero de Pedro Paulo, apóstol beduino que nos ayuda a transitar por los dominios del sol. Jornalero sirviente de los surcos de algodón y del arroz, conoció el Desierto por casualidad, porque para él hasta los veinte años de edad, la región era un “baldío sin vida ni atractivo”.

 

Así como Jesucristo y otros profetas empezaron su ministerio en la treintañez, nuestro baquiano inició el camino del conocimiento acompañado por su amigo Leví Hernández, en bicicleta panaderas con las que anduvieron por la trocha principal, conquistada hoy por la carretera, donde imperan las camionetas de lujo, las caravanas de colegiales y los mototaxis “Made in China” de Juan Tatacoa y Chopo Taxi.

 

Desde su oficina, en el centro de Villavieja frente al obelisco de Lara Bonilla, todo está dispuesto para llevar a cabo un rito sincrético. En la pared, la imagen del líder mormón Joseph Smith, dispuesto a recibir la revelación divina, contrasta con los cuernos de macho cabrío que junto a la camándula, la bufanda indígena y el caparazón de la tortuga, revelan su ilusión constante: “Enamórate de la Tatacoa”, evangelio oculto, bajo el pretexto de empresa turística.

 

Pedro Paulo Amaya Olaya, recuerda antes de partir, cuando vio la película “El Río de las Tumbas”, que confirmó el desinterés por el desierto tanto en villaviejunos como en los cineastas, pues las dunas y los cardos no aparecen en escena, y para los propios no es más que un peladero. Marchar al mediodía no es descabellado. La mañana está caliente aunque en los últimos días aparecen las lluvias que arruinan el paisaje de este bosque seco tropical, como él lo denomina, desde su vocación empírica.

 

Para adentrarnos al sendero del desierto, abordamos el único triciclo disponible que pese a la mediación de nuestro guía, el precio no fue negociable. “Por eso el extranjero poco quiere saber del trabajo de los guías y sus intermediarios”, musita Pedro Paulo a espaldas del conductor.

A poco de habernos distanciado de Villavieja, la vía se empina hacia una loma conocida como el mirador de Miguelito, antiguas propiedades del hacendado Miguel Rubiano, desde donde se divisa el pueblo con sus árboles de naranjero, piguá, mamoncillo, payandé y tamarindo, la cúpula de la Iglesia de Santa Bárbara y el río grande de la Magdalena que como telón de fondo refresca el horizonte. Por el camino se observan campesinos arrodillados en el lodo, desafiando la propiedad privada en la búsqueda de anheladas pepitas de oro que logren refulgir en sus bateas.

“Aquí llegamos a los colorados del Cardón, conocida como la ruta del arco iris”, señala Pedro Paulo mientras descendemos del vehículo y apreciamos el intenso carmesí de este suelo, rico en hierro y fosforo. “Este lugar es iniciático, las cabras son los amos de estas tierras, devoran el pelá hasta dejar sólo sus espinas, bajo su señorío, el paladar de la zozobra convive con el estigma de la sed eterna”, sentencia con tono pesimista.

 

Próximos al observatorio de los sabios científicos, punto donde termina el sendero de asfalto, se vislumbra la apatía del profeta cuando hablamos de Aúriga, Orión, Andrómeda, las Gemínidas y otras maravillas cósmicas. “Aquí la gastronomía prevalece ante la ciencia, se venden más los estafados de chivo que las entradas para utilizar el telescopio”, comenta con desdén mientras recuerda: “Este edificio hace parte de un proyecto que le arrebataron a John Freddy Ortíz, un soñador que no alcanzó la gloria astral, por no tener en su constelación, un político con luz propia”.

 

Frente a la torre de Galileo, se ingresa a los laberintos del Cuzco, bifurcaciones de cárcavas y ondulaciones que se recorren durante dos horas letárgicas de caminata. “El testigo”, enorme estoraque que como faro guardián halaga el torso de la brisa, nos da la bienvenida. El pellejo de arena nos adentra en un complicado tramo de sitios mitológicos. “Aquel es el ojo del desierto”, señala el apóstol de las rocas, al tiempo que conjura: “Quien lo atraviesa, siempre irá más

allá del más allá, hasta la orilla del despertar”.

 

Distante, surge el Árbol de los Deseos “cuyos capullos de hoja de naranjero permiten a los soñadores cumplir sus peticiones con sólo abrir delicadamente el cogollo. Aquella es la Cueva del Beso, representa el amor inmortal entre el hombre y la mujer, como la flor del cactus que impone a las espinas el carmín de su encanto”.

 

Soplo del creador expuesto a la soledad, divaga por su psiquis sometida al insomnio, el delirio de persecución y la angustia. El viacrucis empezó en 1993, cuando prestando servicio militar en el Batallón Tenerife se desató la crisis bipolar que lo confinó 152 días en el hospital militar de Bogotá y cuyo único sosiego son las capsulas de Cloxapina y Litio. “Mi última profecía se cumplió hace cuatro meses, cuando me tomé las calles y desafié a la autoridad policiaca. Cerré las vías y me sentí el patrón de Villavieja; tristemente cuando recobré la conciencia, me dijeron en casa que mi papá había sufrido una crisis cardiaca”.

    

Al escapar del laberinto con destino a los Hoyos, pasamos por el rancho de Rosalina Martínez Pascuas, conocida como la Reina del Desierto, “a la que el señor le dijo: tú serás la guardiana de mi Edén”, comenta el vate Amaya, mientras cruzamos frente a la escuela del Cuzco, cuatro paredes tristes sin estudiantes, destinada a convertirse en una fantasmal añoranza de tiza y tablero.

 

Prevalece el mediodía como fruto maduro de la inmortalidad. Estamos próximos a arribar al Valle de los Fantasmas, remoto vestigio de susurro marino, donde las huellas del invencible cocodrilo se han disipado en la arena. Desde la formación que asemeja un perro labrador se vislumbra el resto del área, se contempla la hibridación de la cabeza del caimán con el caparazón de la tortuga, las patas de  elefante, el botín de cuero y otras imágenes fantásticas que sobresalen en el  gris, próspero en silicio, aluminio y magnesio. 

 

Juan Tatacoa, advierte sobre las leyendas que recorren este suelo arcano. El guardián del desierto, un jinete alto que usa sombrero alón y monta una bestia mular que en las medianoches espanta a aquellos que intentan hurgar en las estrellas. El pollo del desierto, un chilaco parecido al correcaminos advierte a los campesinos sobre las tragedias que sucederán; si se imita su canto, esta ave picotea el calcañal. El gulamaz, felino sigiloso que degolla cabritos y gallinas. Así como la muerte del Vaquero, quien en un viernes santo salió a rescatar un toro cerrero en la loma de la Picota, pero en su intento rodó al abismo, por eso en el ocaso se escucha el lamento postrero del mayordomo todas las noches de Gólgota.

 

El límite turístico del valle de Xilópalos donde las maderas fósiles han sido llevadas, unas al museo paleontológico de Villavieja y otras, guardadas como el más preciado hallazgo por investigadores, nos muestra la travesía del agua. ¡Agua!, frescura desterrada. Vocablo prohibido que carcome los gaznates. Felicidad negada. “Esa que se ve allí, es la piscina de Doña Orfanda y el agua es extraída de fuentes subterráneas”.

 

El retorno del peregrino hacia el pueblo se mitifica ante la presencia de la serpiente Yararaca, nombre de una indígena rebelde encarnada en la cascabel que se desliza soberbia por el suelo terracota; ambos subestimados por nuestra escolástica capacidad de comprensión. “El desierto es mi tierra prometida, aquí quiero construir mi casa de piedra y perpetuar el espejismo de mi evangelio taciturno”, expresa al palpar una pequeña y áspera piedra triangular con la perspectiva del Ojo del Desierto.  

 

Pedro Paulo es reconocido por sus discípulos como el maestro de la guianza. No quiere ser desterrado de la villa, umbral de sus profecías y prefiere sepultar en su memoria, la ciudad que lo consumió en una espesa vorágine de melancolía y anonimato. “Neiva, no es el oasis que todos se imaginan, la soberbia de sus habitantes y el oscurantismo de su cultura la dominan”, señala buscando en el paisaje aparentemente estático, la ruta hacia la eternidad.

 

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