La otra historia de Matamundo
Por: Diego Rafael Cerón
Matamundo se mantiene en el tiempo como un viejo castillo medieval. Sus cercas de piedra y mezcla, sus fortalezas de cal, sus caminos empedrados y su cubierta de árboles, son los atractivos de turistas de museo que se fascinan por todo lo que observan aún cuando no comprendan su historia. La hostería está ubicada en la esquina de la carrera 5 y la calle 2 sur. Desde el puente de Rioloro o desde el semáforo, pasando la vista sobre los charcos, el estiércol de los perros y caballos, y las bolsas rasgadas de la basura, se divisa su ostentosa construcción sobre una colina. La fachada de la casa contrasta notablemente con los habitantes y el espacio público de la zona. Cualquier viajero dejaría pasar por inadvertida sus instalaciones, y se preguntaría por su interior cuando viera ingresar las camionetas cuatro por cuatro de los médicos, abogados y políticos del departamento.
El camino empedrado de la entrada conduce a la sala principal. Una recepcionista ofrece los servicios de la hostería. Para no demostrar mi interés pregunto por el precio del hospedaje. Miro para los lados. Un pasillo conduce al restaurante. Dos hombres bien vestidos empujan la puerta de vidrio que queda en movimiento. Alcanzo a leer: Se recibe VISA o MASTERCARD. “¿Es una cotización parta un grupo?”, pregunta la recepcionista. “Pensamos hacer un evento cultural”, respondo desinteresadamente, y dos meseros pasan para el restaurante. Me dirijo hacia el jardín que está entre la recepción y la piscina. Disfruto de la sombra de los mamoncillos, mangos, ciruelos, arrayanes, dindes, tamarindos y guásimos, veo en derredor flores veraneras y copas de oro. Detrás de la piscina sobresalen otros arrayanes, tamarindos y un inmenso árbol de caucho. Un hombre moreno de contextura delgada, realiza las labores jardineras de la hostería. No cambian mucho los tiempos, pienso. Del restaurante sobresale la torre central. Un pequeño salón que por su altura sirve para divisar a los transeúntes de los alrededores. Las paredes son blancas, pero sus guardaescobas están manchados de lama y barro acumulados por la lluvia.
En la recepción, la señorita habla con un encargado de la hostería. El señor mira hacia donde estoy. “Yo lo atiendo”, dice. Me aproximo nuevamente. “¿Es para una o varias personas?”. Insisto en la reunión cultural y respondo que es para varias. El señor consulta una lista de precios, y me da tres cifras por escrito. “¿La hostería conserva su arquitectura tradicional?”, pregunto. “Hace treinta y cuatro años se le construyeron aquellas habitaciones”, responde señalando un bloque contiguo al parqueadero de la entrada. “¿Es usted historiador?”, pregunta el señor con curiosidad. “No. Solo deseo conocer un poco el lugar”. Queda pensativo. Se quita los lentes, los limpia con un pañuelo, se los vuelve a poner y responde: “Sobre Matamundo se ha dicho muchas cosas, sobre todo de su nombre. Pero éste no proviene de la Guerra de los Mil Días”. Demuestro mi interés por su narración. “Su nombre existía hace mucho tiempo… sino que la historia acomoda los hechos”.
Queda en silencio. Comprendo que no le interesa darme información. Me distraigo con la pulcritud de los pasillos. Descubro que la construcción arquitectónica no corresponde a la original, sino que es la concebida por Max Duque Gómez. En la guerra de los Mil Días Matamundo era una llanura que iba desde el río Arenoso hasta el Rioloro, de sur a norte, y desde el río Magdalena hasta las lomas de Avichente, de occidente a oriente. Tenía unas cuantas casas pajizas que quedaban en los recuerdos campales de los viajeros que pasaban por sus caminos de herradura. La suntuosa hacienda sepultó la historia de las guerras entre guerrillas del Tolima y tropas conservadoras de la provincia de Neiva al mando de Arcadio Charry. Cierro los ojos. El viento trae los rumores de máuseres y grass, los gritos desesperados de los liberales que corrían –llanura al sur- hacia Trapichito y la Manguita, y los truenos cuadrúpedos de los caballos como antigua leyenda de cruzadas. Los ríos que cercaban la hacienda eran las tumbas flotantes de los liberales. Un olor a cadáver se levanta con la brisa y el sol de la tarde. No obstante la antigua hacienda hoy se muestra como museo u hotel campestre, como patrimonio histórico del Huila.
Después de la guerra (1902) y la separación del Tolima (1905), el predio perteneció a la familia Uribe Afanador. La señora Rosa Elena Afanador, estando en la capital en 1943, vende la hacienda a Maximiliano Duque Gómez, quien la hizo demoler para instalar allí su casa familiar. Fue una casa de campo prestigiosa. Con el tiempo sería visitada por los políticos –en su mayoría conservadores- que vivieron la guerra bipartidista de principio de siglo. Por sus corredores y jardines caminaron los ex presidentes Eduardo Santos, Mariano Ospina Pérez, Guillermo León Valencia, Carlos Lleras Restrepo, Misael Eduardo Pastrana, Alfonso López Michelsen, Julio César Turbay y los parlamentarios, Luís Ignacio Andrade y Germán Zea Hernández, entre otros. Así pasó a ser un olimpo terrenal que albergaba a los políticos colombianos. No era para más. La llanura de Matamundo constaba de inmenso terrenal. Basta imaginarse la topografía de la zona para darse cuenta que su tierra no era pequeña ni estéril; rodeada de agua podía mantener una superficie grande de pastos y árboles frutales.
Las intenciones empresariales y el estatus social que tenía Max Duque lo llevan a fundar la Clínica Santa Isabel. En ella se atendieron a las personas que padecían enfermedades como la tisis, la inflamación de la vesícula biliar y, sobre todo, el bocio. La gente de Neiva por no consumir alimentos cuya sal tuviera yodo, sufría de inflamación del coto. La clínica Santa Isabel estaba para atender misericordiosamente a los cotudos. Las filas eran largas, y cuentan personas que vivieron la experiencia, que Maximiliano, estando dentro del consultorio, solía decirles: “¿Usted qué tiene?”. El paciente, creyendo que le hablaba de su enfermedad, respondía: “Pues yo tengo un dolor…”. “No, no –interrumpía el médico-. ¿Usted qué tiene, vaquitas, pollitos, cabritas…?”. Y después de llegar a un acuerdo sobre el costo de la operación en especies, el paciente llevaba la suya y hacía una larga fila en espera del turno. Eran filas de hombres y mujeres de edad, con sus animales y una gran protuberancia en la papada. Bien cabe para el médico el dicho popular que dice: “Tras de cotudo con paperas”.
De la gran llanura de Matamundo vendió Max Duque al municipio una parte para construir el barrio que ahora lleva el nombre de su clínica. En el año 1966 se realiza la primera publicación del Diario del Huila que queda en manos de sus herederos, y que compran los interesados del sector público para ver su foto en las “páginas sociales”. Como orgullo patrio está su placa memoriosa. De todos modos, estas referencias las explican mejor en la hostería. Por medio de una solicitud preparan para el turista un recorrido explicándole la epopeya azul. Cualquiera se ennoblece por su tinte aristocrático.
Hace casi cuarenta años que la hacienda pasó a convertirse en una suntuosa hostería. Sus instalaciones sirven para realizar eventos sociales, y sus fiestas son una orgía de lujo. Un matrimonio o una reunión de negocios son motivos suficientes para festejarlos en los salones blancos de Matamundo. Siempre hay espacio para un guía turístico que conoce la historia cliché en las cartillas del departamento. Entonces, el tradicional baluarte de los cacaos florece en un salto de copas, licor, pasabocas, cócteles, güisqui y unos cuantos condones en los cuartos de los huéspedes.
“Muchas gracias por lo que no me dijo”, digo al encargado de la hostería. Salgo del salón principal, paso el parqueadero, desciendo el camino empedrado y cruzo la carrera quinta. En la caseta pido una cerveza. Bebo el refrescante licor mientras veo la basura en las calles, los indigentes con su costal al hombro, las paredes mohosas de la hostería, las camionetas 4x4, el camino empedrado, el olor a cloaca del Ríoloro y a cadáver que trae el Magdalena desde el occidente. “Cuántos muertos hubo, cuánta vanidad permanece”, digo en voz alta. Giro un poco la cabeza y fijo los ojos en el letrero de la entrada: “Bienvenidos a Matamundo”.
1 comentario
Nimo Dussán -
Diego Rafael Cerón
para una publicacion de la revista asfalto del 1 de abril del presente año.