Los hijos del río
Por: Hugo Mauricio Fernández
A la orilla del obscuro Magdalena la ciudad se descubre en el espejo.
Siempre me ha gustado el río. Caminar atrevido por la orilla y observar las aguas densas donde transita nuestra alma, el alma de nuestra ciudad y su memoria contaminada. Por este cauce turbio fluye amnésica la historia de Neiva y el país: sus conquistas, sus guerras, sus derrotas, su estéril desarrollo.
Sin embargo, aquí el viento es generoso, no hay que esperar la noche para disfrutar de su caricia. Aunque algunos tampoco esperan su complicidad para blandir sus colmillos; por eso es peligroso arriesgarse en esta ruta. Transitar desde el monumento La Gaitana hasta el antiguo puerto Caracolí es toda una aventura callejera, uno se encuentra con una torrentosa variedad de personajes: los artesanos, los pescadores, las prostitutas, los vendedores ambulantes, los loquitos, los trashumantes de la vicha y el cuchillo; todos nómadas urbanos, ilegítimos vástagos del Magdalena.
El brillo del puñal flota azaroso en la corriente.
El hombre es joven, de tez morena y ojos de babilla; está descalzo, sin camisa, el pantalón sucio recogido a las rodillas. Se acuclilla de nuevo y repara en derredor para dar fuego a su pipa, que consiste en una tapa de plástico atravesada por un palillo de colombina, cargada con una mezcla de bazuco y ceniza de tabaco. La mujer que está a su lado es muy delgada, de rasgos finos, con una giba pronunciada que la asemeja a un morrocoy. Ella prepara el próximo fogón alucinógeno tras una mueca de angustia y regocijo, mientras el hombre le aparta la costra de cabello que ensombrece su frente.
Así, apacientan incontables hombres y mujeres en cambuchos miserables, calcinando de basura y excremento la ribera del famoso malecón turístico. Por cuatro mil pesos una pequeña lancha de madera hace el tour ecológico y permite apreciar el deprimente cuadro. “Ahora vamos a dar la vuelta al Parque Isla”, comenta el boga, mientras surcamos a contracorriente desde el artificioso Museo Prehistórico hasta el decadente Puerto de las Damas. Allí, junto a la estatua ocre al pescador, la congregación maldita llega a su máximo acopio: algunos dormitan sobre cartones, otros escarban en el detritus algo que echar a la barriga, los más, buscan algún rincón impredecible para seguir como locomotoras echando gris al paisaje. Incapaz de comprender las causas reales que llevan a estos hombres a tan patéticas condiciones, veo claro el reflejo de un contexto de inoportunidades y miseria que contrasta con la opulenta empresa del narcotráfico.
Por lo pronto, visitar el ostentoso Parque Isla es un gran fiasco, como lo explica Miller Osorio, habitante y dueño, según él, de la mitad de la isla: “El motor del teleférico se lo robaron los fantasmas porque nadie da razón”. Afirma mientras señala la maleza que crece en el paisaje abandonado, ahora dominio de indigentes y las resacas de las meretrices. “Esto ahora está a la buena de dios. En cambio se les llena la jeta hablando dizque del mega proyecto. Para completar, ahora quieren comprar todo esto para otra gran obra que debe ser otro cheque chimbo”. Remata al tiempo que agita las manos con vehemencia y rememora una antigua maldición del agua, el mito habla de la ira ancestral contra el crecimiento enfermo de las ciudades.
El Magdalena está cumpliendo un destino ineluctable: convertirse en desagüe de nuestras inmundicias criminales; por aquí, no sólo baja la basura y los desechos de nuestro ayuntamiento, también la sangre de indígenas y campesinos, obreros, sindicalistas, estudiantes y miles de ninguneados que no aparecen en la historia violenta del país.
Por los andenes agitados bajan tacones lujuriosos.
La ciudad es otra cuando cae la noche. El calor cede a una brisa erótica, las mejillas pálidas se encienden con las luces de neón y la cofradía oculta de las damas de la caricia dispone su ceremonia. Aquí, frente al lodoso río, abundan rincones donde traficar un amor de un rato.
Dice llamarse Flor. Con su falso acento cosmopolita explica que no suelta nada, ni la lengua si no hay plata. Esto me recuerda unos versos, y para ganarme su empatía recito con alarde: “los poetas llegan caídos de la borrachera y hablan y hablan y hablan. Poeta que se respete ha escrito un poema en el que habla de nosotras, la libertad, el alcohol y otras lindezas. Ellos saben que aquí se les celebra todo siempre y cuando traigan plata, sin plata no hay poema que valga.” La muchacha da una larga fumada, apaga los ojos y expira, “tu lo dijiste amor, yo estoy es trabajando”, comenta sonriente y concluye: “te doy la entrevista si me pagas”.
Su verdadero nombre es Florinda. Tal vez de unos veinte años, aunque presume diecisiete. Piel morena, ojos claros, pulidas piernas y Camila, una pequeña que sostener. Para lo cual, de miércoles a sábado se desnuda en la casa del reptil por unos cuantos pesos, que ayudan para el arriendo de la pieza, la comida y la niñera de su hija. En el bar trabaja hace dos años, desde el día que llegó a Neiva con Camila en sus brazos, recién nacida en la zona rural del Municipio de Algeciras, de donde huyeron desterradas por miedo de la guerra.
Es su turno. El disjockey sube el volumen de la música electrónica y anuncia el show de Florecita, que está de minifalda negra, vestida de diabla con cachos y con cola. Ella camina hacia la tarima, asciende, se agarra del paral cromado e inicia, como una sierpe, sus lascivos movimientos: se acaricia de arriba abajo con detenimiento, se inclina horizontal y exhibe con un gesto procaz, sus senos voluptuosos un poco ya marchitos, sus enormes nalgas, la cavernamparo de su sexo; sin quitarse los tacones, sudorosa, recoge su ropa y atraviesa desafiante hasta una mesa, donde se viste sin apuro. Un gordo calvo se aproxima, invita una cerveza y susurra a su oído algún piropo.
La ciudad mojigata no acepta el desparpajo de su vida nocturna; mientras tanto, para obreros, militares, comerciantes y políticos que son asiduos clientes de estos lúbricos lugares, estas mujeres son las más honestas, pues son las únicas que anticipan su precio, ya que las suyas quieren todo a precio del alma, como afirma algún poeta al reivindicar este oficio milenario.
Una canoa de fantasmas naufraga en la monotonía del anzuelo y la carnada.
Orlando Bocanegra es pescador artesanal por convicción. Vive en la legendaria calle del champan, en el barrio Caracolí, a diez pasos del antiguo puerto hace ya media centuria. “Yo conozco el río de aquí pa´rriba hasta el puente Pumarejo”, comenta con orgullo, mientras emploma una atarraya y evoca la travesía que junto con Fidel Osorio y Alberto Sabogal emprendieron en el 76 en busca del mar: “Estuvimos remando 19 días. Le dábamos hasta que nos cogía la noche; y eso porque la autoridad en Barranquilla no nos dejó seguir hasta Bocas de Ceniza”
Desde niño le atraía el río; en lugar de ir a la escuela como otros, se escapaba en aventuras solitarias a pescar, con anzuelos que él mismo fabricaba de alambres oxidados. Tejer atarrayas, remendar chinchorros, fabricar canoas y conocer las artes de la pesca, fue el derrotero que eligió para su vida en Puerto Camacho Girardot, donde vivió su infancia signada por las escamas, las tripas de pescado y la espuma turbia del río Magdalena.
Como él, subsisten en el Malecón decenas de pescadores que se ganan la vida en este noble oficio, que requiere de gran paciencia y templanza de espíritu, más aún cuando no se es beneficiario de los programas oficiales. “A nosotros no nos dieron locales porque no somos amigos de ningún político”, alega Félix Teodoro Cubillos, popular amigo del Mohán, cuando le inquiero la razón por la cual siguen vendiendo el pescado frente al desaparecido muelle. “Esos cuchos se los repartieron a un poco de lagartos que son revendedores, nosotros si somos pescadores, con mi papá muchos llevan más de cincuenta años aquí en el puerto, madrugando, encerrando, recogiendo y a veces hasta anzueliando.” Interrumpe Elkin Cubillos enseñando como si fuera el mejor trofeo un bruñido bocachico.
Ellos, a quienes prejuzgo ignaros, me sorprenden con la precisión de su memoria, cuando escucho al señor Bocanegra comentar que el río Grande de La Magdalena, que recorre por más de 1.500 kilómetros, de sur a norte, el actual territorio de Colombia (nace en el Nudo de los Pastos y desemboca en Bocas de Ceniza, en el mar Caribe), se constituye en el mayor río del país, al conectar de manera privilegiada todos los periodos de nuestra historia, desde sus primeros pobladores hasta la construcción moderna de la Nación. Es el escenario del “desarrollo” de las regiones y la emergencia y la consolidación de sus diversas culturas, las comunicaciones, el comercio, la política y la guerra, las artes, el avance tecnológico y la modernidad.
O que el río Magdalena forma el amplio valle interandino entre las cordilleras Central y Oriental y resultó ser el corredor primordial de los primeros pobladores americanos, en el lugar de habitación y asentamiento de los nativos o grupos prehispánicos y la frontera de comunicación, navegación y comercio de los pueblos indígenas. Con la llegada de los españoles en el siglo XVI, el río de los nativos y los caimanes, el Caripuña o Karacalí o Yuma o Huancayo se convirtió en el camino principal de la penetración y la conquista del territorio aborigen y en el escenario protagonista de las luchas y la resistencia indígena al enfrentar la arremetida ibérica.
Y que posteriormente, durante La República, la obsesión fueron los caminos que condujeran de las zonas andinas al río Magdalena, de allí, río abajo y de nuevo en sentido contrario, en un ir y venir incesante. Quien no estuviera conectado moría en un terrible aislamiento, el río se había convertido en el cordón umbilical, en la columna vertebral de la naciente república. Bolívar le había dicho categóricamente a Elbers, el pionero alemán de la navegación a vapor por el Magdalena: "Yo les he dado la libertad, deles usted el desarrollo".
“El siglo XX verdaderamente empezó en 1930”, concluye con soltura don Orlando, “cuando el presidente Olaya Herrera lanzó su candidatura en el Hotel Estación de Puerto Berrío”. Aquí su gesto de gravedad se acentúa, mientras hace gala de su erudición memorizando que el río Magdalena había entregado un nuevo país, un ordenamiento territorial cuya distribución político-administrativa había organizado sus fronteras agroexportadoras alinderadas a su cuerpo serpentino.
Para finalizar su magistral conferencia, remata con amargura, “ni qué decir de los cadáveres que se ha tragado el río; desde la conquista, pasando por la colonia, la guerra de los mil días, el auge guerrillero, hasta las motosierras de los paracos y otras aguas contemporáneas, ha sido la fosa común de la historia colombiana.”
Otro río de tumbas se desborda en el hastío
Está lloviendo sobre el río. Es una imagen doblemente triste. Recuerdo aquello de que nadie se baña dos veces en el mismo río, pero tal parece que la historia juega en círculos. Primero los españoles se llevaron el oro por el río y después la quina. Vinieron otros por el caucho, el tabaco, el cacao y el café; y como su ambición es insaciable, hoy regresan los españoles, esta vez a comprarnos el río, a parcelarlo en hidroeléctricas anti ecológicas para acabar de convertirlo en un drenaje. Aunque esto parece no importarle a quienes firman los contratos y engordan sus bolsillos.
Acaso no sea un disparate prever la pavimentación del Magdalena, y verlo no muy lejos convertido en la mayor autopista del país. Así se cumplirá la maldición del agua: sacaremos los ojos al río madre; nosotros, hijos cuervos del río Grande de la Magdalena.
2 comentarios
Leyla Marleny -
Neyder Salazar -