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¿Cuento de Amor?

¿Cuento de Amor?

Creo que es Platón quien afirma que es mejor no elegir el amor apasionado sino el de la amistad. Muchos autores recomiendan no sucumbir a tales despropósitos, perjudiciales para la salud del alma; Schopenhauer, Nietzsche, Vargas Vila, hasta la más cotizada meretriz sabe que “el que se enamora pierde”.

Sin embargo, las más grandes  joyas de la literatura y el cine, junto a las nobles hazañas y abyecciones de los hombres, casi siempre se sirven de inolvidables historias de amor. Inútil sería aquí enumerarlas, baste mencionar los nombres de Helena, Beatriz, Julieta, María, Lolita, Alicia o… Daena!, para confirmar que la mujer ha sido siempre inspiradora de pasiones delirantes, que han marcado de manera decisiva la historia de la humanidad; imposible no añadir a nuestra Eva o la Pandora de los griegos a la lista.

Reflexionar sobre el amor con ayuda del arte no deja de ser un infeliz artilugio, siempre será preferible hablar con desnudez de nuestras pobres cicatrices, aún cuando las palabras nos alejen del centro de la alcachofa y nos impidan expresar los atisbos del nirvana, así como las brasas del infierno que arden en los celos y pasiones amorosas.

Por eso, la tarde que coincidimos frente al ágora de la universidad  y nos detuvimos en el tiempo  a tomar el hilo sobre lo misterioso y absurdo del universo, se desvirtuó en mi espíritu la efigie de Afrodita para siempre. Caminaba despacio, con su acostumbrado tono melancólico de felina lunática, el libro amarillo de Emily Dickinson bajo el brazo. Sin mis anteojos la reconocí en el tumulto que buscaba un lugar para la obra de teatro. Encontrarla después de tenerla cruzada entre los sueños,  ya no era sorprendente. Esta vez tampoco comente el encuentro previo en el mundo onírico, quizá el sueño era este, hallarla dispuesta a volver la hoja y departir un rato mientras se iluminaba el tablado.

Hablamos del clima -del calor insoportable que cada vez reseca más a Neiva-, de la Universidad y su estéril impacto en la región, de nuestro desempeño en el semestre, las asignaturas y nuestras esperanzas profesionales. Ella comentaba su trabajo de práctica pedagógica en una escuela oficial de la ciudad, mientras yo, sin dejar de escucharla, apreciaba el movimiento lento de sus labios, la curva delicada de su boca, el fuego trasparente de sus palabras.

Me comentó con desparpajo que a ella no le interesaba seguir una carrera erudita después de graduarse como profesora de literatura; “eso de hacer postgrados, especializaciones, maestrías y hasta doctorados, me parece una vanidad ridícula; para qué perder tanto tiempo en aderezos si la vida es tan efímera. Una profesora de pueblo, con una vida sencilla es suficiente. Poder disfrutar de las cosas pequeñas, de la naturaleza, de la gente humilde del campo y sus sabias enseñanzas de amor a la tierra aún en medio de la guerra…”

Mientras hablaba, yo la  imaginaba rodeada de niñitos que a cada rato la llamaban, profe, profe, y ella, con su habitual parsimonia los escuchaba sonriente y les indicaba una ruta con sus afectivas palabras. Entonces, yo era un niño de esos que se enamoran de su profe y le escriben cartas que nunca llegan, poemas escarlata, cuentos patéticos. Un niño taciturno que cifra en la ventana el nombre de su amor contra la lluvia. Un niño solitario que escribe en su cuaderno las planas con un sólo nombre. El nombre de la profe en el pasillo, en la escalera, en los espejos de los baños, el nombre de la profe en el pupitre, en todas las pizarras de la escuela. El nombre de la profe en las estrellas.

Sin adivinar mi ensueño, continuó con su discurso, habló del sinsentido de las cosas, de la prepotencia humana, del tan ultrajado valor sagrado de la vida, de los desastres ecológicos, en fin, de las gravísimas circunstancias sociales, y la subsistencia amenazada del planeta. “En últimas no sé para qué tanto esfuerzo, si ante la inminencia de la muerte todo es un absurdo”. Sentenció, dando fin a sus epítetos.

Yo le quería increpar que no, que estaba equivocada, que la vida sí tenía sentido, que todo el universo cobraba decisión  en sus pausados labios, en su lengua suave y blasfema, en su brillante frente y sus ojos descreídos. Deliré con abrazarla, con tomar su mano entre las mías y prometerle que el amor nos salvaría, mientras la besaba con pasión y con dulzura.

En definitiva, sólo atiné a balbucear con timidez, “sabes Daena, quizá el amor sea nuestra tabla”. Aquí, su gesto displicente se acentuó con amargura:  

 -No Ángel, yo en ese tema del amor si soy muy posmoderna. Nada de hijos, ni esposo, mucho menos noviecito celoso. Viajar sola, sin ataduras, es lo más práctico en este loco teatro.

Las luces se encendieron en el escenario. Durante la obra pronunciamos las palabras necesarias, rozándonos apenas los hombros y las rodillas. Aplaudí con vehemencia, como si la representación de La Gaitana hubiera sido un derrotero, otro cuento de amor.  

 

                                  Alejandro Valle Cantor  

 

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