Ángel caído
La primera vez que lo vi en el barrio, pasó frente a mi ventana, manoteaba con vehemencia y vociferaba rezos exorcistas. Los pantalones le caían cantinflescos y un olor rancio hacía muecas a su paso. Era un personaje como salido de la Revista Gótica. La noche que descubrí donde vivía, me sorprendió verlo entrar a esa casa de los espejos rotos que está a tres cuadras de la mía, no sabía que era mi vecino pero el paisaje concordaba. Todos los domingos al mediodía, pasaba por la acera con un libro negro bajo el brazo, sonreía malicioso y mascullaba sus conjuros; dos señoras taciturnas precedían su habitual cortejo endemoniado y en cada esquina, agarradas, como al cielo de sus sombrillas negras, volteaban a confirmar la presencia de su amado hermano. La escena se repitió por meses, hasta que las damas con parasoles de cuervos siguieron su aparición sin su escolta delirante.
Cuando lo encontré en el Parque de la Virgen con el cigarro ardiente de marihuana, no pude evitar acercarme a pedirle una calada y de entrada le interrogué, “oiga loco, usted no era el que pasaba los domingos por la avenida con unas viejitas rezando letanías, qué pasó, se rebeló contra el rebaño”, sentencié con ironía. “No, no. Lo que pasa es que ya no escucho al diablo.” Comentó con su risita de aureola.
Al principio no entendí. Pensé que bromeaba. Luego me narró su drama: Padecía esquizofrenia, aunque al igual que su madre y su tía, él lo atribuía a satán; escuchaba voces y veía monstruos. Entonces las dos mujeres, después de soportar con devoción sus arrebatos, lo convencieron de asistir a un culto religioso, con el argumento de que un espíritu de las fuerzas infernales era el causante de su perturbación síquica. El pastor, sacó al demonio y cobró el diezmo; mientras tanto el diablo hacía de las suyas, lo conminaba, según él, a matar a su madre y a su tía, cada vez que estas lo asediaban para ir a la iglesia. Finalmente, “El Burro”, un amigo del barrio, le prestó un libro de yoga, un disco de Mozart, y le dijo que los escuchara con marihuana. Así lo hacía y le funcionaba, las voces y los monstruos ya no estaban.
Antes de despedirnos, le dije con ánimo y certeza, “relájese parce, que ese video sólo existe en su cabeza, todo bien que eso del diablo es puro cuento; y a todas estas mucho gusto, Daena, ¿cuál me dijo que es su nombre?” Entonces me miró fijo a los ojos y casi canta: “mi nombre es Ángel”.
Alejandro Valle Cantor
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