La hora del marrano
La hora del marrano (La ebriedad de los apóstoles, William Torres)
En los barrios tradicionales y los de alta migración campesina-aquellos de casas de un solo piso, alero, gran patio interior-, se da una mano de carburo o pintura a la casa, se cuenta el dinero para comprar una nueva muda de ropa y, hacia el 13 de junio, para el día de San Antonio, se trae del campo un racimo de plátanos para ponerlo a madurar. Es para cuando llegue la hora del marrano. Porque, dicen, “a todo marrano le llega su San Juan”. Ahora los urbanos dicen que “a todo marrano le llega su San Pedro”. (Es también, otra manera de decir que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”).
Con los familiares se fija la fecha de la matanza-el 23 o 24, los apegados a la tradición; los pragmáticos el 27 o el 28, si caen en viernes o sábado-, se hacen las listas de mercado, se compra el aguardiente, se elige la casa. Será la más grande: la de los abuelos, casi siempre.
El día señalado llegan los parientes con sus hijos después de la comida. Se cuentan noticias de familia; se recuerda a los ausentes, se demoran en chismes, se raja leña, se planean negocios caseros, mientras toman unas copas. A veces algunos tíos recuerdan canciones de antaño, echan de menos los vientos de San Juan. Luego mandan los niños a la cama para evitarles asistir al sacrificio.
Al amanecer alistan cuchillos, platones con agua y se pasa al patio. Allí está el animal que ha contribuido, en parte, a tener unida la familia durante los meses anteriores y que será el plato de comunión. Los hombres lo rodean, lo apresan. El más viejo, el más diestro, le toca la vena bajo la garganta, le busca el corazón, y con agilidad lo alcanza con el cuchillo.
El largo chillido de la agonía del marrano, inicia una alborada de chillidos en los patios vecinos. Después de los gritos y los pitos, es la tercera llamada. Ha comenzado la fiesta.
El animal es destazado. Comienza la tarea del adobo y la preparación del asado, las morcillas, las frituras, el queso de cabeza. Ahí cada familia traspasa de una generación a otra los secretos de la cocina regional. Se recuerdan las fórmulas de la bisabuela y se enseña a los más jóvenes los insulsos, las arepas de engrudo, el juanvalerio, los bizcochuelos, la mistela de yerbabuena. Hay trabajo para cuantos se presenten: preparar tinto, hervir agua, revolver especias, freír plátanos, envolver insulsos, cortar hojas para los tamales, repartir aguardiente, recordar coplas. Hacia el mediodía el aroma de las primeras pruebas de asado se expande por el vecindario y, de cada vecindario, pasa a sazonar toda la ciudad. Cuando no tienen dinero, los neivanos aseguran que en estas tardes basta con levantar en el aire una arepa de engrudo para impregnarla con el aroma y comerse por los menos la ilusión.
Muy pocos, sin embargo, se quedan con las ganas.
0 comentarios