Mecha, bosín y moñona
Por: Eduardo Tovar Murcia
Primera imagen
La jornada comienza muy cerca de las 4 de la tarde. La algarabía de los jóvenes deportistas que llegan o salen de las piscinas de la Villa Olímpica, de la cancha de fútbol o de la pista de patinaje, es el anuncio que en poco tiempo todo va comenzar. Así parece pensar Rodolfo Cubillos, que permanece sentado en las gradas para espectadores observando el transcurrir despreocupado de los jóvenes. Usan ropas ligeras, muchos de ellos en pantalonetas y camisetas con números estampados a la espalda, guayos en la mano. Otros, transitan con paso metódico, avanzando con grandes bultos anclados a la espalda en forma de aletas de delfín, que recuerdan vagamente figuras mitológicas. Todos tienen en común la atención que prestan al terreno por el que transitan, escabroso y con sobresaltos, que podría terminar fácilmente con la carrera de cualquier atleta. Mientras Rodolfo observa el éxodo de los jóvenes, acaricia, como si de un seno se tratara, un disco de tejo que bruñe con insistencia y delectación.
Giro y parpadeo
A la sombra de una carpa amarilla en la que se dibujan en cada vértice cuatro águilas de colores desgastados, salpicada de cagajón de aves y recubierta de polvo, trabaja concentrado Gildardo Bermeo. De cuando en cuando se apoya en una de las cuatro pilastras de hierro enmohecido que sostienen la carpa. Respira hondo. Cierra los ojos por unos segundos. Su otra mano descansa sobre la cadera hasta retomar el aliento. Después, con el dorso de la mano se limpia la masa de sudor y polvo que engrasa su rostro. Continúa apilando las canastas de cerveza con una concentración de ajedrecista. Sus ojos observan siempre dos puntos: la canasta vacía, liviana y cómoda, y la canasta con cervezas aún sin destapar que alza, emitiendo primero un quejido casi imperceptible que se mezcla después con la cuenta que lleva en sordina. Terminada la cuenta, lleva las canastas hasta el congelador, saca las cervezas, y las pone a enfriar. Él es el encargado de suministrar el licor.
Tomo aire, exhalo, parpadeo girando y observo
Una mano pequeña, maciza y áspera deja ver en su contorno emplastes de greda granate. Recorre la superficie arcillosa con cautela, rellenando y empujando constantemente la superficie hasta dejarla completamente lisa, como un alfarero que pasa con refinado cuidado sus yemas hasta dar termino a su obra. De esa manera trabaja Evaristo Mejía, recorriendo lentamente las 16 canchas. Sus manos, como aplanadoras humanas, consumen cada sobresalto y perforación dejadas por los proyectiles que se lanzan constantemente. De un momento a otro ocupa su atención no en su oficio sino en las personas que, como obreros llegados a su trabajo, van arribando en grupos, ya terminando de caer la tarde.
El calor ya se ha ido.
***
Los tres están ocupados, cada uno en su oficio. Aguardo un momento, los contemplo, espero a que se desenvuelvan, a que terminen. Me recuesto sobre la malla que divide las canchas de tejo sin atreverme a ingresar. Luego apoyo las manos en el dintel de la entrada, siento el oxido manchar mis palmas. Con los ojos atentos detallo a los tres. Permanezco en la misma posición por largo rato. Jóvenes caminan a mis espaldas con ropas deportivas, hablan entre ellos, pegan griticos como maullidos de gata en celo. Los tres están concentrados en sus labores. Uno de ellos le saca brillo a un tejo, utiliza un trapo desgastado que frota con fuerza sobre el metal. Hace como si no me observara pero yo sé que sí. Es en ese momento cuando me atrevo y llegó hasta donde él está. Se llama Rodolfo Cubillos. Su apariencia es dura, su caballo es duro, sus manos, las mismas que frotan con fruición el tejo, también. Es de baja estatura —lo cual compruebo sumando, a cálculo, la extensión de sus extremidades—. Su mirada es profunda, como si quisiera saber mis intensiones, qué hago allí. Le digo que soy periodista y que me gustaría saber acerca el tejo y su relación con el mundo de la bohemia, (si acaso existe alguna).
“Sí, siempre ha existido —habla con una voz delgada, pero enérgica; con convicción—, desde que los indígenas lo empezaron a jugar siempre se ha acompañado el tejo de la cerveza; claro que en ese tiempo era con chicha, pero siempre el trago ha estado ahí.”
Rodolfo deja de hablar, como si alguien lo hubiese interrumpido. Me doy cuenta en ese momento que junto a él se encuentran depositadas en una caja de cartón cerca de veinte discos, todos oscuros, todos inmaculados, pero de distintos tamaños, unos más grandes que otros. Saca brillo sin descanso, más obstinado, más decidido en su tarea de no hablarme. Arremeto con una pregunta que no fue sino hasta después de haberla formulado que me doy cuenta de mi poco tacto.
“Aquí vienen los equipos, se entrenan duro como cualquier deportista, la sudan —dice sin dejar de bruñir el metal—, que tomen no importa, como le dije, hace parte del juego. Además —en ese momento me observa, como para concluir el asunto—, ¿a quién no le gusta divertirse con unas buenas politas, y al mismo tiempo hacer deporte?” Después de decirlo, me regala su mejor sonrisa. Se levanta, se sacude el pantalón con su trapo, toma la caja de tejos, y sale de allí sin decir más.
Comienza a declinar el día. El viento llega desde los barrios altos de Neiva y se estrella contra las copas de los almendros, que, en ese momento, se baten y dejan caer sus frutos incomestibles, produciendo así un repiqueteo constante contra las carpas que se extienden a los costados de la cancha. Es una garúa intensa que se vierte sobre el suelo a cado ramalazo. Con el declive del día van llegando los jugadores, ansiosos de enbosinar sus tejos y de llenar sus estómagos, vertiendo entre pecho y espalda la mayor cantidad de cerveza que aguante el organismo. Cuando, por un instante, todo parece quedar en el más absoluto silencio: el viento deja de correr, los almendros se mantienen estáticos entre las ramas, los hombres no dicen nada, incluso los vehículos de servicio público que transitan por allí parecen ponerse de acuerdo para no recorrer las calles empolvadas, comienza a sonar, como un conjuro ensordecedor, la música del Cacique de la Junta.
Pueden haber más bellas que tú
Habrá otras con más poder que tú
Pueden existir en este mundo pero tú eres la reina…
La Hora Prevista
Llegan en familias: padres, hermanos, hijos, sobrinos y cuñados, todos se sientan en mesas también amarillas y esperan a que Rodolfo les lleve los tejos, disponga las mechas, una arriba, otra abajo del bocín, las cervezas son destapadas “clish”, “clish,” por la mano diligente de Gildardo que va dejándolas de mesa en mesa, en tanto que por los altoparlantes comienzan a sonar los quejidos tortuosos de los cantantes de música popular que escuchan las familias que continúan, de momento, hinchiendo sus barrigas de cerveza mientras vuelan, como proyectiles lanzados en una guerra, los tejos que caen ensopados en la mullida greda, otras veces sí, otras veces “¡mecha hijueputa¡”, pero los que no juegan, miran absortos los tejos como gatos viendo pasar pelotas de estambre, y, sin embargo, no todos prestan atención al juego, porque, como afirma Carlos Pacheco: “uno también viene a pasar simplemente el rato, a estar con la familia y la novia, no siempre a jugar tejo sino a estar con las personas que uno quiere”, pero la mayoría sí se toman el juego muy enserio, incluso llegan a conformar equipos de tejo, equipos de seis que “¡mecha¡” entrenan aplicadamente para lograr los ansiados 27 puntos que, de tiempo en tiempo, se ven representados en los estallidos de “¡meeeechasss¡”, emplastados dentro del bosín, o como mínimo, en la proximidad del centro metálico de la cancha; cualquiera de estas hazañas es celebrada con gritos eufóricos, donde la cerveza corre a sus anchas por las domeñadas gargantas de los deportistas, dejando ver, mientras celebran, la espuma que rebosa de la comisura de sus labios, muestra más que evidente del regocijo de estos deportistas consagrados que, además del ímpetu deportivo, han demostrado con esmero que el otrora denominado Turmequé, desde hace ya diez años, nombrado el deporte nacional, sea una institución atlética en el departamento, como lo señala Gildardo Bermeo, presidente de la Liga de tejo del Huila: “Se han hecho todos los esfuerzos por agrupar a los diferentes equipos de tejo que hay en el Departamento para que, de esta forma, el juego trascienda y crezca cada día más; esto lo hacemos promoviendo campeonatos departamentales y regionales, donde el consumo de alcohol está terminantemente prohibido”, pero lo más curioso de la afirmación es que, paradójicamente, no se puede concebir un entrenamiento de tejo sin “¡mecchaaa¡” cerveza, ¿cuántos deportistas, futbolistas, especialmente, no anhelarían dichas libertades?, pero estos deportistas; el deportista, mejor, ya avanzada la noche, con la mirada perdida, el equilibrio alterado, ofrece la palma hacia el cielo, encima de ésta un disco, el ojo guiñado, en la otra mano una cerveza que levanta a la misma altura de la palma para hacer de contra peso, toma aire, camina los tres pasos para lanzar de un sólo envión el disco por los aires esperando que caigan en el bosín, empotrado verticalmente, en posición perfecta, es decir, la mitad del tejo dentro del circulo de hierro, con la base superior mirando el tablero, pero, “Oh, Gracias Señor porque me has dotado de potencialidades deportivas y he logrado desarrollarlas en sana competencia*…”, “!pammmpammmm¡”, “!embocinadaaa¡”, “huyyy, felicitaciones”, dicen unos, los de su equipo, estrechándose las manos mientras van a confirmar la posición del tejo; otros, “noooo, le faltó, le faltó”, al final es Rodolfo quien, con su experiencia de 18 años en las canchas de tejo de la Villa Olímpica observa con ojo crítico, toma con dos dedos el tejo y lo mueve como un odontólogo, y tras unos instantes en suspenso dice, dictaminador: “Sí, fue embocinada, mis felicitaciones hermano”.
Suspiro, descanso y chao
Ya se acerca la media noche. La música sigue escapando de los altoparlantes con la misma fuerza ensordecedora de las primeras horas, dejando en el aire ese hálito quejumbroso que tanto parece gustar a los deportistas. La brisa, fuerte y rapaz unas horas antes, se ha esfumado de la ciudad. Los almendros ya no se remecen como en las primeras horas. En cambio, el calor, que le ha ganado su espacio al viento, hace presencia en los rostros de los jugadores. Gruesas gotas de sudor recorren sus largas y amplias patillas, bajando por sus fecundas o en algunos casos hirsutas barbas, y siempre, con el dedo índice, recogen los goterones que se forman en las quijadas hasta terminar sacudidas en el aire. También yo estoy sofocado, no sólo por la mezcla tóxica de bocanadas de cigarrillo, mechas humeantes y humores aderezados con fuertes lociones baratas, sino también por el calor que se adhiere a la ropa y genera una viscosidad exasperante. Me acerco hasta donde se encuentran reunidos Rodolfo y Gildardo para despedirme de ellos, pero están ocupados en una cancha en la que al parecer se acaba de hacer moñona. Observo por unos segundos como si presenciara un accidente automovilístico. Tras dar un último vistazo en rededor a la cancha, me alejo como llegué: Dando trompicones por la oscura calle, caminando con pasos cortos, casi como un autómata, hasta perderme en la esquina, donde ya no quedan rastros, ni sonoros, odoríferos ni visuales, de la cancha de tejo. Respiro profundo.
* Fragmento de Oración del Deportista del Tejo. Autor: José Gustavo González – Liga de Tejo del Valle.
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