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Meridiano Neiva

Meridiano Neiva

Por: Hugo Mauricio Fernández

Estiro mi brazo de manera horizontal y obedeciendo a una ceremonia callejera, el colectivo de la ruta 13 se detiene dócil ante mi gesto desprevenido. Entrego las devaluadas monedas al conductor y encuentro mi lugar junto a una ventana, propicio para atravesar Neiva en el fragor del mediodía.

 

A esta hora, la ciudad es una iguana inquieta que exhibe bajo el sol los colores de su cresta a orillas del Magdalena. Siempre es curioso asistir a este festín de los colores, los colores de Neiva en pleno meridiano; ahora mismo este vehículo es un azul que pasa tenue a un verde luminoso y mi mirada interrogante se pasea en el espinazo de una avenida escamosa: la concurrida y transformada carrera 5ta  del centro de Neiva. Ahora quieren volverla ciclo vía y se jactan explicando que es un gran corredor digital, cuando todos sabemos, que nadie, a no ser que esté escoltado, se atreve a utilizar aquí su portátil, que sería presa fácil de los indigentes que abundan junto al desaparecido molino, bajo el puente del agonizante río Las Ceibas.  

 

“Buenas tardes señoras y señores…”, es la frase que resuena al interior del bus y me saca de mi ensueño de reptiles; “…ustedes disculparán la molestia…”. Es un hombre sudoroso, renegrido por el sol, que va pasando paqueticos de galletas a los cansados pasajeros; “…y como no hay empleo, yo prefiero rebuscarme honradamente antes que ponerme a robar o cometer otros delitos…”. Lleva una camisa percudida, una gorra descosida y un rostro demacrado de mirada sombría que denota el trajín y el hambre; “…recuerde, un paquete le cuesta $300, dos por $500 y cuatro en mil”. Aquí está mi personaje, pienso. Pero enseguida el hombre da las gracias y se baja del vehículo sin conseguir gran cosa. Desde aquí lo veo perderse en ese río bravo de tormentas y naufragios que es la calle, la ciudad y sus historias invisibles.

 

El autobús avanza en línea recta frenando a cada rato. Por unos minutos, y hasta la próxima parada se crea un silencio de bocinas y smock, que sólo se interrumpe cuando una avalancha de pasajeros aborda frente al SENA. “Señor, ¿me lleva por $500”?, exclama una muchacha con cierta timidez, mientras le bajan gotas  por la frente, la mejilla y su abultado escote. Aunque todos los puestos están ocupados, el chofer acerca el vehículo a la acera y espera a que suban los que aguardan a pleno sol, hasta convertirnos en una muralla de brazos y piernas enlatada.

 

El semáforo en rojo frente al Edificio Colonial, y el pregón de las vendedoras de frutas, asaltan mi infancia en un amplio bus amarillo, alegre de olores y matices. Recuerdo cómo en los ochenta todavía el transporte público era una posibilidad para el diálogo, se compartían gustos y secretos gastronómicos, se hablaba de los hijos y se discutía sobre política, en medio de la algarabía y los canastos coloridos del mercado. Entonces el panóptico, con sus enormes muros, aún no cedía paso al moderno edificio que lleva el nombre de nuestro gran poeta, en el que los politiqueros no se cansan de aludir a la dichosa “tierra promisoria”. Tampoco había tanta contaminación visual, con eso de las campañas electoreras, que por estos días reparten tamales, refrigerios y bultos de cemento.   

 

Atrás quedó la 5ta y sus ornatos alusivos a Rivera. Pero debo     reconocerlo, es confortable pisar el adoquín y recorrer las cuadras- jamás al mediodía- encontrando a cada rato un buen poema (aunque en alguno se escriba promisión con “c”). El bus sigue su rumbo. Así, llegamos a Las Vegas;  la rutina meridiana encuentra aquí su máximo jaleo: por el puente Santander desfilan como hormigas las miríadas de estudiantes y el  colono enorme del monumento a La Raza parece señalar la inclemencia del astro.

 

Es un estruendo atolondrado el que invade el pegajoso asfalto, los claxon, los gritos, el zumbido acatarrado de los autos, en fin, el graznido metálico del mediodía se vuelve intolerable. El autobús toma el carril Este de la carrera 2da y se detiene junto a la calzada que está detrás del Benito Salas. Es increíble que nuestros dirigentes y quienes piensan la ciudad –si lo hacen-, no sean capaces de reubicar este aeropuerto que representa una amenaza palpable a la ciudad, y en cambio, visionar en este espacio, una ciudadela universitaria de propicias zonas verdes e instalaciones decorosas.  

 

 Aquí está mi parada. Bajo del bus como sonámbulo, temiendo que las suelas se derritan en la acera. Subo las escalinatas del puente peatonal que cruza hasta la Universidad, donde no sé a que venimos los estudiantes si ni siquiera tenemos biblioteca. Me detengo a mitad del elevado corredor y observo el suceso atafagado; desde aquí la impresión de caminos de hormigas  se hace más intensa. De nuevo el delirio: Neiva es una iguana arrebatada a la que un jaguar de fuego somete con sus garras.

 

Desciendo del puente, compro una bolsa con agua, la destapo, y mientras me refresco veo a lo lejos a La Mona que viene con la cámara.

 

-Señorita, ¿cómo es para usted Neiva al mediodía?- bromeo.

-Insoportable- comenta riéndose y pide que nos hagamos en la sombra.

1 comentario

Wilson Vargas -

Excelente retaro de un recorrido por la ciudad de Neiva en uno de los llamados colectivos. Me gusta la propuesta de convertir la actual zona del aeropuerto en un gran parque universitario.